El pasado día 15 de octubre (15-O) tuvo lugar, en Madrid y en muchas otras ciudades del mundo, una manifestación inspirada por el movimiento “Occupy Wall Street” de Nueva York… movimiento que, a su vez, ha encontrado su inspiración en el movimiento 15-M de Madrid.
Ese día, algunos participantes en la manifestación de Madrid okuparon (nota para los lectores extranjeros: dícese okupar, con k, al acto de acceder pacíficamente, pero sin consentimiento de su propietario, al interior de un inmueble abandonado) el edificio del antiguo Hotel Madrid, que se encuentra actualmente cerrado por (según he leído) quiebra de la empresa que lo explotaba. La empresa, que se habrá ido a pique pero no está muerta) ha denunciado la okupación ante los tribunales, desconociendo este cronista el estado de tramitación del asunto… probablemente se encuentre tan empantanado como cualquier otro.


Hace tres días, la casualidad me llevó a pasar frente a la misma puerta del Hotel Madrid. Al verla abierta, tuve el impulso inmediato de entrar, pero no me atreví a hacerlo porque iba de traje y pensé que los okupas me catalogarían como elemento sospechoso, y tendría que dar muchas explicaciones sobre mi presencia allí (cuando, en realidad, ¡no había ninguna!)… pero la idea me quedó rondando la cabeza.
Ayer viernes decidí volver al lugar del crimen, vestido de forma más adecuada, y entrar.
Por lo general, los okupas no son gente violenta, por lo que no me parecía que hubiera ningún riesgo en el asunto; tan solo, que mi estancia en el hotel coincidiera con el momento en que la policía decidiera ejecutar por sorpresa una eventual orden judicial de desalojo, que se montara allí un buen zipizape, y que acabara con mis huesos en comisaría, en calidad de okupa, acusado de un delito de usurpación, de daños, de atentado contra la autoridad, o vaya usted a saber. Estaría bueno, jeje. Pero me parecía un riesgo muy remoto.
Daba también por supuesto que nadie me impediría entrar –sería bastante incoherente que un okupa prohibiera la entrada de, ejem, ¡otro!-, aunque contaba con que me pedirían dinero en la puerta como “contribución solidaria”, “participación en la causa”, u otro concepto semejante.
Comenté mis planes con una amiga particularmente irreflexiva que tengo, y se unió a la aventura sin dudarlo un instante.
Total, que allí nos plantamos ayer por la tarde. Fue todo como la seda. Entramos al hotel como Pedro por su casa, pasamos con decisión y sin detenernos frente a un chico joven situado en la recepción con aparente encargo de controlar la entrada, y tiramos escaleras arriba –los ascensores no funcionan, ¡sólo faltaría!- hasta la terraza del hotel, sin que nadie nos detuviera. Estuvimos unos minutos allí arriba disfrutando de unas insólitas vistas del centro de Madrid, y luego fuimos bajando recorriendo las cuatro o cinco plantas del hotel.
Es un edificio alargado, pero muy estrecho. En su zona central se ubican dos ascensores (de los antiguos) paralelos, separados tres metros el uno del otro, y la escalera. La escalera es muy curiosa: comienza en el descansillo de cada piso con un tramo recto entre los ascensores, y se divide seguidamente, a derecha e izquierda, para rodear cada uno de los ascensores en sendos tramos circulares que desembocan por separado en el piso superior. La escalera es muy vertical, demasiado, y sus peldaños excesivamente estrechos… claramente, ese modelo de escalera requería un mayor espacio libre, fue un quiero y no puedo. Se encuentra tapizada con una elegante moqueta roja, bien conservada (por el momento).
Las habitaciones, pequeñas, se encuentran también limpias y bien conservadas. Y con su típica moqueta de hotel. Tan solo carecen de mobiliario. Leí en prensa que los okupas del hotel querían destinarlas a servir de alojamiento a familias que hayan sido desahuciadas. El problema para eso no van a ser las habitaciones, sino que el hotel no tiene suministro de agua y electricidad (algún mínimo suministro parece que han conseguido los okupantes enganchando en algún lugar, pero no creo que en la cantidad o intensidad suficiente como para desarrollar una vida normal).
En la primera planta hay una gran sala –el antiguo comedor, seguro- donde pasan el tiempo la mayor parte de los actuales huéspedes del hotel (que serán unos 30 ó 40 en total). Están allí sentados en círculo, conversando y fumando (me chocó oler a tabaco en un espacio cerrado, me pareció una vuelta al pasado y no hace tanto tiempo que era algo absolutamente normal). Había por allí un niño de unos seis años, de pelo largo y rubio, a quien sus padres estaban haciendo partícipe de sus actividades, como debe ser.
No llegamos a hablar con nadie, pero la gente parecía agradable y el ambiente era bueno. Me parecieron personas algo mayores y más experimentadas que las personas que vi el primer día que fui a la Puerta del Sol con ocasión de la famosa acampada.
Eso sí, habían caído en el inevitable normativismo que fuera del hotel probablemente rechacen. Había carteles por todas partes con normas de convivencia (no ensuciar, no causar daños, no tirar colillas al suelo…), e incluso un “bando” con instrucciones más detalladas para el uso de las instalaciones.
En fin, esto es lo que vi. No hice fotos en el interior porque una de las instrucciones es precisamente esa, la de no hacer fotos para no comprometer la seguridad (jurídica, se entiende) de quienes paran por allí. Sólo hice una foto desde la terraza del hotel hacia el exterior, a los viejos tejados del centro de Madrid.
Y en esto consiste el Hotel Madrid y su okupación. Al menos, por ahora.