
El título y subtítulo de este libro sugieren que tendrá por contenido un listado de lugares a visitar, una relación de hoteles y restaurantes buenos y baratos, unas recomendaciones prácticas para el viaje (dónde llevar el dinero, qué seguros médicos contratar, posibles utilidades de una navaja multiusos, etc…), en fin, cosas de ese estilo. Aunque sospechaba que, viniendo la recomendación de mi tía Mati, no iba a ser algo tan simple.
Efectivamente, mi sospecha era cierta, y así lo pude confirmar ya en la propia librería, cuando después de buscar infructuosamente el libro durante un buen rato -por mi cuenta y sin preguntar, por supuesto-, y tras pedir finalmente auxilio, me condujeron a la sección de ¡psicología!
El libro no contiene una historia con principio y final, se trata más bien de un ensayo que desarrolla una misma idea a lo largo de varios capítulos. Comienza con una situación paradigmática: el autor, un inglés que lleva meses soportando en su país el frío y la lluvia del invierno, abre el folleto de una agencia de viajes y se topa con la foto del paisaje soñado en esas circunstancias, esto es, una playa soleada con palmeritas. Cae en esa tentación irresistible y una buena mañana está despertándose con su novia, en un bungalow, junto a la playa que ha visto en la foto.
Pero una vez en ese paraíso advierte que su mente no se ha desplazado a la misma velocidad que su cuerpo, que no ha dejado sus preocupaciones en Londres. A partir de ese punto desarrolla la idea central del libro: que nuestro estado de ánimo se encuentra condicionado principalmente por factores psicológicos internos, y no por las circunstancias materiales externas que nos rodean.
Dicha idea se refiere, como es evidente, a la misma naturaleza humana, por lo que su alcance excede con mucho del hecho concreto de viajar. El libro va desmenuzando todas las implicaciones de esa proposición, centrándose para ello en la específica actividad del ser humano que es “viajar”. En cada capítulo sigue como hilo conductor un viaje hecho por el autor –incluido uno a Madrid-, y comenta algún libro de viajes escrito en el pasado. Pero las reflexiones que contiene el libro y las conclusiones a las que llega son, como la idea de fondo que analiza, susceptibles de aplicación general y no limitadas al hecho de viajar. Por eso lo tenían en la sección de psicología, y no en la de viajes o narrativa.
Como un ejemplo vale más que mil palabras, transcribo unos párrafos del primer capítulo para que comprobéis a qué me refiero (aquí cuenta el autor una pelea que tuvo con la novia –a la que identifica como “M”- al poco de llegar a ese destino que se prometía tan feliz)
Nuestra miseria de aquella tarde, en la que el olor de las lágrimas se mezclaba con el de la crema solar y el aire acondicionado, servía de recordatorio de la rígida e implacable lógica a la que parecen someterse los estados de ánimo humanos, y que nos permitimos el lujo de ignorar, por nuestra cuenta y riesgo, cuando nos topamos con una fotografía de un hermoso paraje e imaginamos que la felicidad no podrá menos de acompañar semejante maravilla. Nuestra capacidad de encontrar la felicidad en los bienes estéticos o materiales parece depender, de manera decisiva, de la previa satisfacción de un repertorio de necesidades emocionales y psíquicas más importantes, entre las cuales figuran la necesidad de comprensión, de amor, de expresión y de respeto. No gozaremos –somos incapaces de gozar- de exuberantes jardines tropicales ni de apetecibles cabañas de playa de madera si, de forma abrupta, una relación íntima se revela inundada por la incomprensión y el resentimiento.
Si nos causa sorpresa la capacidad de un simple enfado para destruir los efectos beneficiosos de todo un hotel, es porque no alcanzamos a entender de veras qué es lo que mantiene en pie nuestro estado de ánimo. De nuestra tristeza hogareña echamos la culpa al tiempo y a la fealdad de los edificios, pero en la isla tropical, después de una discusión en un bungalow de rafia bajo el cielo azul, aprendemos que el estado de los cielos y el aspecto de nuestra morada nunca son suficientes por si mismos para garantizar nuestra dicha o para condenarnos al infortunio.
La grandeza de los proyectos que ponemos en marcha, la construcción de un hotel o el dragado de una bahía, contrasta con la simplicidad de los nudos psicológicos capaces de minarlos. Con qué rapidez logra un berrinche echar por tierra las conquistas de la civilización. La insolubilidad de los nudos mentales apunta a la sabiduría austera e irónica de ciertos filósofos de la Antigüedad, que renunciaban a la prosperidad y a la sofisticación y, desde un tonel o una cabaña de barro, proclamaban que los ingredientes genuinos de la felicidad no podían ser materiales ni estéticos sino obstinadamente psicológicos; una lección que nunca pareció tan cierta cuando M y yo hicimos las paces al caer la tarde, junto a una barbacoa a la orilla de la playa cuyo esplendor había pasado a un modesto segundo plano.
En realidad el libro no dice nada que no sepamos o no intuyamos (lo que me recuerda el viejo chiste: un psicólogo es una persona que se pasa toda la vida estudiando para descubrir lo que todo el mundo ya sabe). Pero es interesante encontrar escritas algunas reflexiones que nunca se nos hubieran ocurrido a nosotros, y pensar, al leerlas por primera vez, que en el fondo siempre las habíamos sabido.
Por mi parte, creo que el libro está en lo cierto. Pienso que la auténtica felicidad es una actitud ante la vida, que poco o nada tiene que ver con lo material -hay pobres muy felices, y ricos totalmente infelices-. El que quiere ser feliz lo es, y el que no quiere serlo, pues no lo es. No podemos evitar los hechos desgraciados que nos hacen transitoriamente infelices, pero superado el evento puntual, cada cual volverá a su estado de felicidad o infelicidad habitual.
Efectivamente, mi sospecha era cierta, y así lo pude confirmar ya en la propia librería, cuando después de buscar infructuosamente el libro durante un buen rato -por mi cuenta y sin preguntar, por supuesto-, y tras pedir finalmente auxilio, me condujeron a la sección de ¡psicología!
El libro no contiene una historia con principio y final, se trata más bien de un ensayo que desarrolla una misma idea a lo largo de varios capítulos. Comienza con una situación paradigmática: el autor, un inglés que lleva meses soportando en su país el frío y la lluvia del invierno, abre el folleto de una agencia de viajes y se topa con la foto del paisaje soñado en esas circunstancias, esto es, una playa soleada con palmeritas. Cae en esa tentación irresistible y una buena mañana está despertándose con su novia, en un bungalow, junto a la playa que ha visto en la foto.
Pero una vez en ese paraíso advierte que su mente no se ha desplazado a la misma velocidad que su cuerpo, que no ha dejado sus preocupaciones en Londres. A partir de ese punto desarrolla la idea central del libro: que nuestro estado de ánimo se encuentra condicionado principalmente por factores psicológicos internos, y no por las circunstancias materiales externas que nos rodean.
Dicha idea se refiere, como es evidente, a la misma naturaleza humana, por lo que su alcance excede con mucho del hecho concreto de viajar. El libro va desmenuzando todas las implicaciones de esa proposición, centrándose para ello en la específica actividad del ser humano que es “viajar”. En cada capítulo sigue como hilo conductor un viaje hecho por el autor –incluido uno a Madrid-, y comenta algún libro de viajes escrito en el pasado. Pero las reflexiones que contiene el libro y las conclusiones a las que llega son, como la idea de fondo que analiza, susceptibles de aplicación general y no limitadas al hecho de viajar. Por eso lo tenían en la sección de psicología, y no en la de viajes o narrativa.
Como un ejemplo vale más que mil palabras, transcribo unos párrafos del primer capítulo para que comprobéis a qué me refiero (aquí cuenta el autor una pelea que tuvo con la novia –a la que identifica como “M”- al poco de llegar a ese destino que se prometía tan feliz)
Nuestra miseria de aquella tarde, en la que el olor de las lágrimas se mezclaba con el de la crema solar y el aire acondicionado, servía de recordatorio de la rígida e implacable lógica a la que parecen someterse los estados de ánimo humanos, y que nos permitimos el lujo de ignorar, por nuestra cuenta y riesgo, cuando nos topamos con una fotografía de un hermoso paraje e imaginamos que la felicidad no podrá menos de acompañar semejante maravilla. Nuestra capacidad de encontrar la felicidad en los bienes estéticos o materiales parece depender, de manera decisiva, de la previa satisfacción de un repertorio de necesidades emocionales y psíquicas más importantes, entre las cuales figuran la necesidad de comprensión, de amor, de expresión y de respeto. No gozaremos –somos incapaces de gozar- de exuberantes jardines tropicales ni de apetecibles cabañas de playa de madera si, de forma abrupta, una relación íntima se revela inundada por la incomprensión y el resentimiento.
Si nos causa sorpresa la capacidad de un simple enfado para destruir los efectos beneficiosos de todo un hotel, es porque no alcanzamos a entender de veras qué es lo que mantiene en pie nuestro estado de ánimo. De nuestra tristeza hogareña echamos la culpa al tiempo y a la fealdad de los edificios, pero en la isla tropical, después de una discusión en un bungalow de rafia bajo el cielo azul, aprendemos que el estado de los cielos y el aspecto de nuestra morada nunca son suficientes por si mismos para garantizar nuestra dicha o para condenarnos al infortunio.
La grandeza de los proyectos que ponemos en marcha, la construcción de un hotel o el dragado de una bahía, contrasta con la simplicidad de los nudos psicológicos capaces de minarlos. Con qué rapidez logra un berrinche echar por tierra las conquistas de la civilización. La insolubilidad de los nudos mentales apunta a la sabiduría austera e irónica de ciertos filósofos de la Antigüedad, que renunciaban a la prosperidad y a la sofisticación y, desde un tonel o una cabaña de barro, proclamaban que los ingredientes genuinos de la felicidad no podían ser materiales ni estéticos sino obstinadamente psicológicos; una lección que nunca pareció tan cierta cuando M y yo hicimos las paces al caer la tarde, junto a una barbacoa a la orilla de la playa cuyo esplendor había pasado a un modesto segundo plano.
En realidad el libro no dice nada que no sepamos o no intuyamos (lo que me recuerda el viejo chiste: un psicólogo es una persona que se pasa toda la vida estudiando para descubrir lo que todo el mundo ya sabe). Pero es interesante encontrar escritas algunas reflexiones que nunca se nos hubieran ocurrido a nosotros, y pensar, al leerlas por primera vez, que en el fondo siempre las habíamos sabido.
Por mi parte, creo que el libro está en lo cierto. Pienso que la auténtica felicidad es una actitud ante la vida, que poco o nada tiene que ver con lo material -hay pobres muy felices, y ricos totalmente infelices-. El que quiere ser feliz lo es, y el que no quiere serlo, pues no lo es. No podemos evitar los hechos desgraciados que nos hacen transitoriamente infelices, pero superado el evento puntual, cada cual volverá a su estado de felicidad o infelicidad habitual.
3 comentarios:
Gracias Victor, por tu comentario! Sobretodo me ha gustado tu conclusion final y te doy toda la razón: hay los que pasan de los hechos desgraciados que transitoriamente los hacen infelices para volver al estado de felicidad que les es habitual y los que llevan la vida en un sentido contrario, permaneciendo en su actitud infeliz después de algunas oleadas de felicidad. Me pregunto si esta actitud nasce con nosotros o la adquirimos por los ejemplos que vamos tomando a medida que vamos creciendo.
La verdad és que los que le sabemos sacar buen jugo a las cosas simples de la vida tenemos una suerte enorme!
A veces me imagino como si fuera una turista más en el sitio donde vivo, y descubro muchisimas cosas nuevas bajo esta perspectiva; al final, cuando vuelvo a casa, me siento privilegiada por vivir en el sitio donde vivo.... como tambien me gustaria vivir en un pueblecito junto al Rin, en un piso en Bloosmbury en Londres, en una cabaña en los Cotswolds o junto al lago Windermere o en una callecita de
Trinidad.
En el fondo, nos vamos buscando a nosotros mismos en los varios sitios que seleccionamos e por donde vamos pasando.
Fue muy interesante leer este libro precisamente durante nuestro viaje a Cuba, ya que la decisión de hacer ese viaje la empezamos a tomar viendo la foto de una playa paradisiaca, que es justamente como empieza el libro.
No obstante, una vez allí el desarrollo del viaje tuvo un resultado muy distinto, ya que supimos ver el lado bueno de las cosas y no fijarnos en lo negativo. En realidad, los dos desconectamos pronto del trabajo y no nos llevamos los problemas de Madrid, como ocurre en el libro. Sin embargo, corríamos un riesgo debido a las experiencias de viajes anteriores. Como en Costa Rica habíamos tenido una experiencia tan buena podía suceder que una comparación continua nos arruinara el viaje. De hecho, el resort de Costa Rica nos pareció bastante mejor que el de Cuba. Para ser justos hay que decir que era de una categoría superior, si bien yo creo que las diferencias eran mayores a las que debe haber teóricamente entre esas dos categorías. Es decir, que creo que un resort en Costa Rica de la categoría del de Cuba sería mejor que éste. Ante eso puedes hacer dos cosas: Una, lo que nosotros hicimos, asumir que estábamos en Cuba y entender que no haya tanta variedad o calidad en los productos y que el servicio es tipo “caribeño”. Y dos, lo que vimos en una escena protagonizada por unos españoles según salimos de un restaurante: indignarse, cabrearse, amenazar con “hacer un escrito” para protestar, o lo que es lo mismo, amargarse las vacaciones. No digo con esto que me conforme con cualquier cosa por el hecho de estar de vacaciones. Si realmente te han timado, creo que hay reclamar. Pero lo cierto es que hay gente que aunque le dieran el trato más exquisito del mundo, se fijaría en lo que no le han dado.
Mati, me ha gustado mucho tu comentario. Y respecto a si es innata o adquirida la actitud de buscar la felicidad en las pequeñas cosas, creo hay gente que la trae más “de serie” que otra. Pero creo que se puede ejercitar, y que con práctica, todo se consigue.
Sobre el tema de los viajes yo creo que se pueden escribir infinidad de cosas. Por ejemplo, ahora que leo el comentario de Clara, efectivamente creo que las comparaciones siempre van a surgir entre un viaje y otro. Desde la comida que te dan en el avión, hasta el acento de las personas al hablar.
En el caso de Costa Rica, podría decirte que cuando yo fui, todo el grupo mexicano que ibamos en el tour, ¡sufrimos muchísimo por la comida! (me encantaría saber tu opinión al respecto Clara) y es que, aunque parezca paradigma, los mexicanos no comemos bien sin picante y otros elementos básicos, entonces ese si fue un detonante de un cierto aire de incomodidad. Por supuesto, hay que adaptarse y eso es lo que la mayoría de nosotros hicimos. De hecho como anécdota, de regreso del tour del día correspondiente, todos en el autobús bromeábamos que nos íbamos a bajar en alguna tienda a conseguir ingredientes para preparar platillos típicos mexicanos para cenar, lo cual nos hacía reír bastante pues... de plano no los íbamos a encontrar. Entonces esa fue, a mi consideración, la parte positiva del drama que representó para muchos la comida.
Y si, un sol en lo alto y la playa al lado no representan la felicidad absoluta por si mismos, y como dice Mati, a veces yo también me pongo en plan de turista en mi propio México, y me siento dichosa. No hay como la tierra natal de cada quien.
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