Uno de los acontecimientos que estoy siguiendo con más atención en los últimos tiempos es la histórica crisis económica que nos rodea. No sé, quizás esté un poco obsesionado con este tema, pero es que todos los días se me cruza por el camino. También es la primera crisis que me toca vivir como sujeto económicamente independiente, pues durante la última que vivimos en España (la del año 1993, la resaca de las Olimpiadas y de la Expo), era todavía demasiado joven como para tener que preocuparme por mi sustento.
Hace unos meses, el día 10/10/2008, escribí una entrada sobre este mismo asunto. Comentaba un artículo que había leído en el periódico, en el cual se achacaba el origen de la crisis (entonces sólo financiera) a una política de tipos de interés muy bajos y al abuso de los instrumentos financieros derivados, que conjuntamente habían generado una liquidez ficticia.
A estas alturas se dice que la crisis supone el fin del sistema capitalista, o la constatación de su fracaso, o que estamos en la antesala de un sistema socialista definitivo… en fin, el futuro en economía resulta particularmente impredecible, como esta misma crisis nos ha venido a demostrar, así que no sé lo que pasará; por ahora, sólo se pueden aventurar opiniones; la mía, es que nos encontramos ante una monumental borrachera del sistema (de dimensión desconocida en este momento y que no debemos subestimar, pues las borracheras pueden ser ligeras, pero también letales), que terminaremos superando, espero, con un buen dolor de cabeza y la lección bien aprendida. Es sólo mi opinión, claro está, respeto las opiniones de los demás, y especialmente las de mis queridos lectores.
Pienso que hemos alcanzado ya una posición que nos permite realizar un diagnóstico más preciso del problema. Evidentemente, el mérito no está en describir el presente, sino en haber sido capaz de predecirlo antes de que llegase. En esta ocasión la enfermedad no ha sido anunciada con tiempo, pero es imprescindible efectuar rápidamente un diagnóstico acertado para curarla. Y me da miedo que, al menos en España, los “médicos” están evitando deliberadamente formular el diagnóstico correcto (pese a que lo tienen delante de las narices, y seguro que en su fuero interno lo conocen), por pura cobardía, para no tener que afrontar los efectos del tratamiento. De forma que, mientras se deciden a actuar, vamos todos cuesta abajo, a toda pastilla, sin frenos y sin conductor.
A mi juicio, lo que está ocurriendo es algo muy complejo en las formas, pero muy simple en su esencia. Voy a tratar de explicarlo. Vayamos al principio, a los neandertales (pongo a estos pobres como ejemplo porque me hacen gracia, ya sé que no son antepasados directos nuestros).

Un neandertal sólo podía empezar a progresar el día que con su trabajo fuese capaz de producir tres kilos de trigo, y consumir sólo uno. Ese día habría generado una riqueza de dos kilos de trigo. Esto mismo, complicado enormemente en las formas, resulta válido también hoy: cada uno de nosotros genera riqueza cuando produce más de lo que consume. Lo mismo vale para una empresa, para un país, o para el mundo entero. Al contrario, quien consume más de lo que produce, se empobrece.
Este punto es esencial, y aquí da igual el sistema político-económico que adopte una sociedad; en un sistema liberal, son los ciudadanos quienes deciden sobre sus ingresos y sus gastos particulares; en un sistema socialista, es el Estado quien toma esas decisiones por los ciudadanos; pero en ambos casos, para progresar necesitas generar riqueza, esto es, producir más bienes de los que consumes.
Un crecimiento sano se basa en el ahorro: primero se gana, y luego se gasta en función de lo que se tiene. Pero hay algo que puede colaborar en la consecución de un crecimiento sano, y es el crédito correctamente empleado.
Por ejemplo, un día se le ocurre a un honrado neandertal que necesita herramientas para producir trigo de forma más eficaz (y por tanto, mayor cantidad con el mismo trabajo), pero le piden por ellas veinte kilos de trigo. Lo mejor sería, naturalmente, que tuviera ahorrada esa cantidad de trigo; pero si no es así, no tiene nada de malo que pida prestado ese trigo con el compromiso de devolverlo poco a poco, a medida que lo vaya cosechando. De esta forma, el crédito habrá cumplido su función de inversión y contribuido al crecimiento económico, pues habrá facilitado la adquisición de unas herramientas a quien, con ellas, va a poder generar más riqueza en el futuro, pero no tenía posibilidad de pagarlas al contado.
También puede ocurrir que un buen día nuestro honrado neandertal se levante por la mañana y encuentre quemada su cosecha, viéndose repentinamente en una situación de necesidad. Lo ideal sería, igualmente, que tuviera suficiente trigo ahorrado para salir al paso de un accidente; pero si no es así, le pedirá a otro neandertal que le preste unos kilos de trigo, a devolver cuando vuelva a poner en marcha su plantación. En este caso el crédito habrá contribuído de nuevo al crecimiento económico, ayudando a que una actividad generadora de riqueza supere una situación de dificultad transitoria, y garantizando así su supervivencia.
Y luego tenemos el horripilante caso del neandertal manirroto; éste produce un kilo de trigo al día, consume dos, y todos los días le tiene que pedir prestado a los demás el kilo que le falta. Aquí el crédito no contribuye al crecimiento económico, sino todo lo contrario, se convierte en un mecanismo que sólo sirve para consumir riqueza. Destina recursos a gastos improductivos, y empobrece a quien lo recibe.
Pues esta última situación, pero a una escala bestial, es la que ha proliferado en los últimos años: se ha tirado de crédito para sostener actividades estructuralmente deficitarias.
De repente, prestamistas y prestatarios han tomado conciencia de la pelota gigantesca que se ha formado, y les ha entrado un sudor frío: a unos, porque se dan cuenta de que no van a poder devolver todo lo que han pedido prestado, aunque viviesen mil años; y a los otros, porque se dan cuenta de que no van a poder recuperar todo lo que han prestado, aunque estuviesen retorciéndole el brazo a los prestatarios durante los mil años que éstos viviesen; en definitiva, porque se ha revelado, como en el acto final de un truco de magia, que una inmensa cantidad de dinero sólo tiene existencia teórica o contable, y no real, pues no hay ninguna posibilidad de que esos apuntes contables se transformen en un medio de pago efectivo con el cual comprar una barra de pan en la tienda.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Como consecuencia de la decisión política de inundar el mercado de dinero barato, y la irresponsabilidad de ciudadanos y empresas. Nos han sacado cien botellas de vino para la cena, en lugar de una, y nos hemos bebido las cien. En esto ha consistido la borrachera.
En España, esta lluvia de millones ha utilizado como vehículo preferente de diseminación el sector de la construcción. Algún día debería redactarse una tesis doctoral que explicase todo el proceso de principio a fin, que identificase a todos los sujetos económicos implicados, y que valorase los beneficios y las pérdidas que ha sufrido cada sujeto en el proceso.
Mientras el proceso estuvo en marcha, los más beneficiados han sido todos aquéllos que han contribuido a la producción y venta de los inmuebles: los Ayuntamientos, liberando suelo a precio de oro (con el gasto añadido de la frecuente corrupción política), los encargados de la edificación (empresas constructoras y técnicos), los organizadores del proceso (empresas promotoras), los bancos (que han podido conceder préstamos muy voluminosos), la gente que pulula alrededor de todo el proceso (notarios, registradores, abogados, gestorías…), los compradores que han llegado a vender mientras ha sido posible con una sustanciosa plusvalía, y de nuevo al final las Administraciones Públicas por vía tributaria. Los perjudicados eran los últimos en comprar, que tenían que retribuir a todos los sujetos que les precedían en el proceso constructivo, asumiendo así todo el gasto acumulado.
Este proceso era como una gran bola en movimiento, pero la bola se ha detenido en seco, comprometiendo la posición de aquéllos a quienes el frenazo haya atrapado en la peor posición, en la parte de arriba de la bola. Éstos se han quedado colgando de la brocha, sean Ayuntamientos, promotoras, bancos, o los últimos compradores.
Fuera de la construcción también se ha notado la lluvia de millones, permitiendo a gran cantidad de personas y empresas vivir del crédito, y no del ahorro; y por tanto por encima de sus posibilidades reales.
¿Qué hacer en esta situación? Sólo hay un camino posible: poner fin a las actividades deficitarias, mantener las actividades productivas, y hacer desaparecer esa pelota de dinero inexistente (pagando las deudas que sea posible devolver, y tachando simplemente del libro de cuentas las deudas que sean irrecuperables). O, en otras palabras, empezar a gastar algo menos de lo que se gana. Esto implicará una importante contracción de la economía, la que sea necesaria para que se desinfle la burbuja. Cuando lleguemos a ese punto, comenzará de nuevo a funcionar el sistema.
¿Y qué está ocurriendo en España? De entrada, los bancos han cerrado el grifo del crédito, lo cual es el principio de la solución. No lo hacen por compromiso social, desde luego, sino porque ellos, que no fabrican la moneda, han pedido prestadas cantidades ingentes de dinero en el exterior (emitiendo bonos a tres, cuatro, cinco años de plazo…), para prestárselas a su vez a los españoles en hipotecas a veinte, treinta, cuarenta años, etc… los bancos tienen que devolver sus préstamos, por lo que sufren una necesidad desesperada de liquidez. Si no están dando crédito no es porque quienes piden los préstamos no sean solventes (que en muchos casos no lo son), sino principalmente porque no tienen dinero y lo necesitan imperiosamente. Porque pagando sus deudas están, en realidad, pagando las nuestras.
Como consecuencia de esta interrupción del crédito, en el ámbito de la economía privada se está produciendo un ajuste devastador, pero absolutamente inevitable. Están cerrando todas las empresas que sobrevivían en el día a día gracias al crédito, que eran miles, y cientos de miles de personas se están encontrando en la calle de un día para otro.
Lo asombroso es lo que está ocurriendo en el sector público. Las Administraciones siguen actuando como si el problema no fuera con ellas. Están tan endeudadas o más que los ciudadanos y las empresas privadas, pero han decidido, como verdaderos kamikazes, que no sólo no van a recortar gastos, sino que van a gastar todavía más, en lo que sea. Están echando gasolina al fuego, y sólo por no querer enfrentarse a la realidad. Están consumiendo las reservas, intentando desesperadamente mantener hinchada la burbuja. Están tirando el dinero.
Y por si no fuera un comportamiento lo suficientemente temerario, abroncan a los bancos porque éstos no están dando créditos (“se les está acabando la paciencia”, amenazan), y llaman la atención sobre los beneficios que tuvieron los bancos el año pasado. Lo que tendrían que hacer es pedir a los bancos que conserven esos beneficios en su balance para provisionar deudas -no para repartir dividendos-, y que únicamente concedan créditos que vayan a destinarse a inversiones productivas.
Las Administraciones tendrían que empezar a ahorrar como están haciendo los particulares. Pero no dejando de pagar a sus proveedores los servicios ya prestados (eso no es ahorrar, es robar), sino recortando gastos. Hasta ahora se niegan a hacerlo con la socorrida frasecilla de que “este Gobierno –o esta Comunidad, o este Ayuntamiento- no va a recortar en gastos sociales” (tomando así a los necesitados como escudos humanos y parapetándose detrás de ellos, los muy valientes). Nadie os dice que tengáis que empezar a recortar por las pensiones o por el subsidio de desempleo, mendrugos, pero es imprescindible que suprimáis los inmensos gastos superfluos, que amorticéis puestos de trabajo improductivos, que os bajéis los sueldos, etc… Si no lo hacéis voluntariamente, es posible que en el exterior dejen de comprar la deuda española, y termine siendo peor.
Existe una corriente de opinión que justifica el déficit de las Administraciones Públicas, alegando que éstas no deben perseguir una rentabilidad, sino la mejor atención a las necesidades sociales…. Eso no tiene ni pies ni cabeza. La Administración tendrá que ajustar sus gastos a los ingresos de los que disponga, atendiendo primero las necesidades más perentorias, continuando por las meramente convenientes, y terminando en el momento en que se acabe el dinero.
Pero que las Administraciones gasten más de lo que ingresan supone: a) un engaño a los ciudadanos, a quienes se les hace ver que son más ricos de lo que son, mientras realmente se les está empobreciendo; b) un abuso a las generaciones futuras, que no están aquí para defenderse, a quienes se les carga con el pago de la deuda (son los que van a terminar pagando un bono a treinta años, emitido, cobrado y gastado alegremente por el político de hoy); y c) una estafa a los prestamistas, pues por principio un país que no tiene intención de dejar de ser deficitario, jamás podrá devolver la deuda emitida si no recibe en el futuro préstamos para atender los vencimientos que se vaya produciendo (la deuda pública de un país deficitario como el nuestro responde a un esquema piramidal, o Ponzi, de libro: el Estado actúa exactamente igual que Madoff, pagando a los prestamistas antiguos con el dinero de los nuevos, sin posibilidad alguna de devolver el capital prestado ya que nunca ha producido una rentabilidad, un superávit).
En consecuencia, a la Administración le toca ahorrar, porque si la situación económica no se estabiliza rápidamente, va a comenzar una lucha sin cuartel entre todos los países del mundo para captar el escaso ahorro que vaya quedando por ahí. Y en esa tesitura, en España lo tenemos muy negro. Hasta ahora se daba por supuesto que un país mediano como el nuestro podría devolver su deuda. Pero todas esas suposiciones se han puesto de repente en cuestión, y un ahorrador extranjero –un neandertal productivo- mirará primero las cuentas del país al que se proponga prestar un dinero que es fruto de su trabajo, para no correr riesgos innecesario. Con la gran cantidad de deuda que están emitiendo todos los países, ese ahorrador va a tener donde elegir, y es complicado que se decante por nosotros (unos Madoffs descarados), sino que confiará sus ahorros a países productores de riqueza, como Alemania, o Japón, o China, que aunque puedan tener una deuda acumulada muy abultada, mucho mayor que la española en porcentaje sobre PIB (caso de Japón), mientras tengan una diferencia positiva entre sus ingresos y sus gastos (o una tradición de que así sea, aunque transitoriamente pasen por dificultades), podrán devolver su deuda sin necesidad de que nadie les preste dinero, aunque sea con retraso.
El dinero que ahorrase la Administración (una pura hipótesis, claro está) tendría que destinarse a dos finalidades: a) a asegurar la subsistencia de las familias que se van a quedar sin ningún ingreso durante esta crisis; b) a promover una nueva actividad económica productiva, la que sea, que sustituya de cara al futuro al sector de la construcción, que estará fastidiado durante una buena temporada.
La capacidad de generar riqueza, esto es, de producir más de lo que se consume (la productividad, en una palabra), exige calidad en los factores de producción (humanos y materiales), y tecnología para aprovechar ambos factores.
Es desalentador comprobar cómo el crédito del que se ha dispuesto durante los últimos quince años no se ha utilizado en su sana función de instrumento de inversión: ni se ha mejorado la educación pública –antes al contrario- para enriquecer el capital humano, ni se ha invertido en investigación y desarrollo.
La única inversión productiva que ciertamente se ha efectuado han sido las infraestructuras. Se han construido muchas autopistas, líneas férreas de alta velocidad, aeropuertos, etc… que desde luego favorecen la productividad de la economía y ahí quedan para el futuro. En realidad, los políticos no han promovido la ejecución de esas obras por un deseo de mejorar la productividad del país, sino porque son vistosas (= rentables electoralmente) y porque con ellas han tenido la posibilidad de cazar sustanciosas comisiones; pero, al menos indirectamente, el efecto es positivo.
Más beneficioso para el país habría sido invertir durante estos años en educación o en tecnología, pero claro, esos factores de producción tan abstractos y poco vistosos, que exigen tanto esfuerzo y que ofrecen tan pocas oportunidades para obtener un enriquecimiento fácil y rápido… no interesaban ¿verdad?